Tan espesa es la niebla que imagina para sus versos, y tan ligero y vaporoso se siente, que le parece habitar el interior de su propia metáfora, así que Abelardo, mientras escribe, toma a Cesárea de la mano y pasea con ella por la inefable atmósfera de puertos y barcos fantasmales que ha descrito en el papel. Es feliz así. Una felicidad —Abelardo no se engaña— sucinta y algo falaz, pues cuando ya no recuerde cómo se mezclan las palabras o cómo se descifran los símbolos del mar, se encontrará con ella en los ángulos de una noche aún más oscura y, como el barco imaginario que en la alta mar hace sonar su sirena al cruzarse con otro, se perderá para siempre en la bruma líquida del océano como si no hubiera convivido cuarenta años con ella, como si nunca la hubiera amado, como si nunca hubiera existido…
Inspirado en Niebla.