Mientras cantaba una Campurriana a la blusa, enjabonaba una tonada.
Seis años bastaban para sentir el escalofrío agradable de la madurez. Tan niña-tierna y a la vez tan niña-atenta a cada percance que destilaba los continuos olvidos de su bisabuela.
El contacto con el agua parecía resucitar aquel ingenio que la acompañó a lo largo de toda su vida, creando en ella una extraña devoción por lavar la ropa junto a su bisnieta. Dejándose asesorar por su precaución de estreno, aprendiendo cada día la misma acción de agua, jabón y ropa....aunque por primera vez cada día....
Y quién es quién en este espejo de agua, donde Irene se refleja madura y Rosario una niña de porcelana resquebrajada y olvidadiza. Círculos concéntricos que funden ambas generaciones en un solo charco de la memoria, donde se acomoda una vida honesta enmarcada en la huella sonora y dulce de un “así no, bis”.
La herencia del agua.
A Rosario, sin ella no habría Irenes en el mundo.
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