Una madera profana en forma de soporte con funcionalidad de mesa se adhiere al simplista habitáculo en compañía de su mesolítico complemento, conjunción económica y a la vez eficaz cuyo principal déficit sólo podría orbitar en torno a una pretensión estética y su correlativo ademán.
La escena queda presidida bajo el amparo de una abrumadora mayoría pálida, tendencia monocromática otrora proliferada en aras a potenciar la materialización efectiva del virtuosismo laborioso desarrollado por unas encomiables amas de casa ya en periclitada extinción. Apenas dos chispazos de colorido desafían la tiranía uniformista de la mayólica; el primero, en hábil armonía con telas heredadas; el segundo, impuestamente asociado con grises de barrote metalizado.
Y como medio orquestal se erige el frenesí palpitante inherente a nuestro mundo embalado:
Magnetizador de álbumes vitales; saqueador hidroxílico de individuos postergados; efervescente legitimador de amnésica opulencia.
Fertilizante de brotes oníricos con realidades naturales en utópica equidad configuradas…
Inspirado en la fotografía “Comida para dos” (Charo Celis Guash)
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