Aquel día el cielo se oscureció.
La nube que había vivido milenios en sus azules, no encontraba respuesta a la mudez del cielo. Triste, solitaria, comenzó a descender hacia la tierra. Se encontró con duras y peladas montañas; estructuras de hierro y metal ajenos a su llanto y a su vuelo.
Poco a poco hizo pie en un resquebrajado asfalto; y sobre una solución acuosa, parecida a un antiguo mar del que había oído hablar, reposó sus diminutas lágrimas esperando su muerte. Faltaban pocas horas para que el sol hiciera su aparición. Pero el sol no llegaba. El sol no llegó.
Así fue como la solitaria nube vivió las ciudades muertas. Invadía sus oquedades y mojaba con su triste sollozo la tierra sin vida. Sola, lloraba los recuerdos de un sol rojo y un cielo azul que daban vida. Nunca los volvió a ver. Nunca los volvió a sentir.
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