De siempre, su pequeño vicio había consistido en comer o cenar, envuelta en toallas, tras un largo baño. Le gustaba sentirse recién limpia para saborear mejor los alimentos. Era una excentricidad que Juan no entendía; ¿a quién se le ocurre comer desnuda? Por no oírlo, poco a poco, Olga fue modificando sus rutinas: dejó de hacer grandes comidas, solo picaba alguna cosilla, y se bañaba a escondidas, unas veces por las tardes, antes de que su marido llegara del trabajo y otras, de madrugada. Pero esa mañana era diferente. Era domingo como antaño, había permanecido más de una hora sumergida en el agua y ahora se estaba dando un festín de marisco y albariño. Él seguía en la cama, pero ya no la molestaría; antes de usarlo para el centollo, Olga había probado la eficacia del martillo en la cabeza de Juan.
Inspirado en la fotografía “Comida para dos”
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